lunes, febrero 11, 2013

III. Death


“Cierro los ojos y manos tiemblan, y cuando veo un nuevo día,
Cuya conducción de la misma manera, me imagino a mi propia tumba.
Este temor tiene un dominio sobre mí.”



   – ¿A qué año dijiste que pasabas?
   –Décimo grado.
   –Nombres y apellidos.
   –L. Audrey Gene Rumsfeld.
   –Listo. Te esperamos en la tercera semana de agosto.

   Día tras día, las noches se me hacían cada vez más largas. Sentía que algo en mí no andaba bien. Como si algo me faltara, o necesitara. El cambio de ver, vivir, sentir y verme había cambiado totalmente desde que llegué aquí. Sé que solo han pasado unas cuantas semanas y para mí era más que suficiente como para al menos conocer a alguien más que no sea Astrid o la secretaria de mi nueva escuela. Me considero una persona tímida pero no en exceso. Debo admitir que no duraría en una conversación por más de 5 minutos con alguien que apenas conozca y peor aún si se tratara de un chico. No he tenido novio y no estoy segura si lograré tener uno. Aprendí a ver la vida con ojos distintos a los de antes. Con mayor tristeza y preocupación por lo que hago mientras vivo. Me preocupo por ser feliz y hacer feliz a los demás. Por tratar de ser alguien diferente o al menos más interesante. No soy de ir a fiestas o bailar. Cualquiera diría que no sé divertirme. Pero me gusta escribir poemas oscuros o lo que se me venga a la cabeza, soñar despierta con un futuro mejor y con alguna persona que me haga sentir importante o querida. Soy de ilusionarme (quizás) mucho  cuando conozco a un chico, pienso que estaré por siempre con él y que sólo tendrá ojos para mí.
   Puedo escribir los versos más tristes esta noche. Escribir por ejemplo: “La noche está estrellada, y tiritan azules los astros a lo lejos.” El viento de la noche gira en el cielo y canta con las palabras más bellas jamás pronunciadas.

   Las primeras señales luminosas del amanecer rebotan contra las gotas de agua y vienen a hilvanarse entre las cortinas. Astrid sigue en los brazos de Morfeo. Y yo en los de mi imaginación de niña.
   –¿Segura que lo hiciste todo tu sola?.
   –Así es.
   –En ese caso, todo se ve delicioso. ¿Qué quieres?
   – ¿Qué?
   –Ándale, dilo, ten confianza. ¿Quieres conocer el lugar? ¿O conocer chicos? Conozco a varios. Quizás alguno te interese. –dice cogiendo la taza de café.- Ya experimen... ya te arregle el cabello, creo que estás lista para hechizar a cualquier hombre que este a tu paso...
   –Solo quería agradecerte por todo. Cuando termines, ¿podemos ir a caminar o comprar algo? –la corto antes de que siga con su “arréglate y hechiza”.
   –Tienes razón, tu armario es un viaje al pasado. ¡Renuévate!  -habla mientras se mete un bocado de torta- ¡Ya sé! ¡Tengo un lugar perfecto! Alístate, llamaré a Amber, ella sabrá que hacer.


   – ¡Gracias! ¿Cuánto te debo?
   –Nada, honey. Sabía que seríamos buenas amigas. Aunque aceptaría que algún día me prestaras el vestido negro de la vez pasada.
   –Descuida. Cógelo cuando quieras.
   Amber y Astrid se portaron muy bien conmigo. Sé que serán buenas estilistas, pienso mientras trato que todo lo que compré entre en el armario.
   Tomo la fotografía de mi madre y la miro de nuevo. La saco del delicado marco que la sostiene. Y releo por enésima vez las bellas palabras que mamá  había escrito hace mucho:

   Cuando me vaya para siempre, entierra
   Con mis despojos tu pasión ferviente;
   A mi recuerdo tu memoria cierra;
   Es ley común que a quien cubrió la tierra
   El olvido lo cubra eternamente.

   Un masacrado pedazo de papel se cae. Y todo se convierte en oscuridad:

    Al principio ella fue una serena conflagración, un rostro que no fingía ni siquiera su belleza, unas manos que de a poco inventaban un lenguaje, una piel memorable y convicta, una mirada limpia sin traiciones, una voz que caldeaba la risa, unos labios nupciales, un brindis, un ángel, tu madre.
    Ella fue quien decidió irse, y lo único que hice yo fue ayudarla a partir.
    -Esposo mío –me dijo- un ser de tu cuerpo devora mi cuerpo. Te lo pido, sáqueme esto y devuélveme la vida.
    Casi enseguida, una criatura de mirada purísima abrió sus ojos ante mí. Mientras Loveday cerraba los suyos cegados por un planeta de oro: la felicidad. Te abracé y caí de rodillas ante el cuerpo santo de mi esposa: apenas quedaba de él un hato de cabellos dorados.
    -¡No me iré! –gritaba.
    Es increíble pero a pesar de todo, ella tuvo tiempo para decirse, qué sencillo y también, no importa que el futuro sea una oscura maleza.
    -¡Esposa mía vuelve a mis ojos! –grité. La navaja yacía solitaria en una esquina. La cogí y lo demás solo sucedió.
    Se fue el 6 de junio o tal vez más tarde. Ya puesta en su ataúd, la manera tan poco suntuaria que escogieron sus mutuas tentaciones, fue un estupor alegre, sin culpa ni disculpa, ella se veía optimista, nutrida, renovada, tan lejos del sollozo y la nostalgia, tan cómodo en su sangre y en la mía sus manos, tan vivo sobre el vértice de musgo, tan hallado en la espera, que después del amor salió a la noche, sin luna y no importaba, sin gente y no importaba, sin dios y no importaba.
  Mas su mitad de amor se negó a ser mitad y de pronto sentí que sin ella mis brazos estaban tan vacíos, que sin ella mis ojos no tenían qué mirar, que sin ella su cuerpo de ningún modo era la otra copa del brindis. Y entonces ocurrió. Abrió los dulces ojos, me miró, pero el féretro se cerró y un grito ahogado salió.
    Los suspiros son el aire y van al aire.
    Las lágrimas son agua y van al mar.
    Pero dime, mujer: cuando el amor se olvida,
    ¿Sabes tú a dónde va?
William
7 de junio del 2005
Perdóname hija.

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